La espuma de los días

Las pinturas, los collages y las acuarelas de Ana Casanova no son más que variantes en torno al gesto de la pintura, de su luz y del color.
A la medida del formato que elige, define la amplitud del gesto, así como también la calidad del médium en el que se apoya para lograr transparencias y opacidades. Luego se decide por un registro de gestos: curvas, arabescos, trazos, pequeñas pinceladas. En todas sus pinturas, se reconocen estos ejercicios pictóricos que combinan la norma y la intuición.
Ana Casanova no puede negar su inscripción histórica en la tradición del modernismo pictórico. Al contrario, enriquece su trabajo confrontando una historia en la que se relaciona con las corrientes de Morris Louis o con Womens de De Kooning. Por tal motivo, ocupa un lugar especial en la pintura contemporánea argentina.
Pero lo que llama la atención en su pintura es la luz. Brota de dos polos antagónicos, pero complementarios. Por un lado, el uso de una materia transparente y opalescente irrigada por una luz inherente al médium, que nace del sutil vínculo entre el soporte papel y el color no saturado. Por el otro, su luz se nutre de la opacidad de sus colores, de su brillo a la luz del día. Por último, una luz difractada por las superposiciones, producto de los blancos que encierran las líneas sinuosas del pincel, o incluso, por ese espacio que respira entre los punctums del color.
Lo que atrae la mirada es el ritmo de su “escritura”: una aleación de rigor y de ligereza definida por un dominio del no dominio, un abandono que solo con una gran disciplina de trabajo puede adquirirse.
Y siguiendo el gesto privilegiado, se ofrecen a nuestros ojos los espacios vibrantes de los arabescos del artista o irrigados por la superposición de trazados coloreados, tensos como una pared de colores, sensuales como el ritmo de un cuerpo.
Ana Casanova alcanza su plenitud gracias a su habilidad en elaborar las reglas de su libertad y en servirse de los procedimientos de la pintura.
Así, encontramos en sus lineamentos policromos, en sus “paredes” de colores, en los pliegues de sus volutas, en sus manchas y sus trazos que centellean sordamente, como un orden sutil del patchwork de nuestro universo de los mil sonidos y colores. En sus obras, encontramos cierta correspondencia, pues Ana no traduce el mundo en pintura, crea uno. Con esta economía de recursos y colores, reinventa la complejidad de lo visible y teje la trama de su juego sutil entre lo pleno y lo vacío, entre los gestos y las líneas, entre el color y su reverso.

Philippe Cyroulnik
Paris, marzo 2013

Ana Casanova confiesa discretamente su vínculo de familiaridad con la pintura; menciona a su tía, la recordada Martha Peluffo, a ciertos veteranos dibujantes de letras de Cataluña. Y enseguida se hace evidente que en su abordaje, en su modo pictórico, el tono con que ella asume esa módica genealogía es de una rigurosa sencillez, como si esa misma familiaridad le impusiera la adopción de un lenguaje sin alardes, confiriéndole, antes que un presunto saber, una fluidez natural para hablar sin fórmulas, con una mínima organización en el plano del recurso geométrico, y con la necesaria sensatez, dinámica y sensibilidad para la premura y el control de la pincelada en su movimiento de superposiciones, giros, ataques y desplazamientos, así como en su eventual, deliberada trabazón.

Bajo el imperio de un atemperado equilibrio, el moderado sistema de Casanova se manifiesta según una suerte de compendio muy selectivo de colores, donde la licuación, la tenue espesura del pigmento hace que los cálidos y fríos, por un lado, se contradigan como corresponde, y por otro se contagien, se cohesionen en los límites de cada fragmento, como transparencia, separación, o sutura; todo el conjunto parece regido por un conciliábulo silencioso entre la gestualidad, la racionalidad, la improvisación y, al mismo tiempo, se lo percibe invadido de una incipiente inquietud que asoma allí, en los intersticios, en lo menos significativo de estos ensayos de elementalidad compositiva..
La pintura de Ana Casanova se afirma en ese esquema simple, en esa arquitectura del cuadro que supone inmediatamente, más que cualquier otra revelación, apenas la gramática primaria de asordinadas variables cromáticas, la marca física, la mera consecuencia estetizada, del acto pictórico en si mismo, del in-formal hecho consumado, con una fuerza íntima, descarnada, que parece responder a una cierta moral, al sinceramiento último que coloca la acción, la decisión de pintar, en el extremo menos lujoso de la experiencia. Es el rostro de una pintura sin fisonomía, que quizás refleje un estado de conciencia empeñado no tanto en la prestigiosa expresión, o en satisfacer las urgencias del arte, sino en la nueva búsqueda de una relación, interrogativa antes que presupuesta, entre el mundo material y espiritual; un ejercicio hipotético de transfiguración que convierta a cada cuadro, y al pintor, en otra cosa.

Eduardo Stupía
Buenos Aires, febrero 2009

La herramienta y los materiales

Cuando vi estos dibujos en el taller de Ana Casanova, ordenados en pilas por tamaño, empecé a sentir la compulsión de ahondar en la clasificación, por tipo de línea, por tipo de experiencia gráfica, por densidad del color, por sugerencia de gesto, por material,  por estructura, por des estructura, etc.  Contra la voluntad de Ana ordené los dibujos en varias pilas y había ejemplares que podían estar en varias pilas y así la clasificación se iba complicando, de ahí que terminé pensando en un ordenamiento lineal en donde estos dibujos ligan una pila con otra, en una escritura en donde unas frases ligan con otras, o más ajustado, en un dibujo animado, una secuencia  de líneas que se van moviendo y cambiando de forma como en el cine experimental, aquél que se dibujaba fotograma por fotograma para producir el efecto del movimiento a través de mínimas variaciones de la imagen a lo largo de 24 dibujos casi idénticos por cada segundo del film.

Es que hay algo de labor microscópica, biografía del color, una trayectoria de la mano, una respiración de la línea,  en definitiva una antropología del trazo, la herramienta y los materiales que forman parte de la actividad humana que permite dar vida y voz propia al color a través de la línea, lo que Ana Casanova nos trae en sus dibujos, que se pueden escuchar, o interpretar como danza,  como música o como dije antes, como cine. Hay una narración.  Ella es la persona que sostiene el pincel, cuando veo sus dibujos la veo a ella en la acción de dibujar, pero también me veo a mí reflejada en ese tipo de búsqueda y algunas veces de encuentro, de lo espiritual a través del arte, como lo propuso Kandinsky en su momento y con ello inició el conocimiento de las formas que siempre nos están hablando, para el que desee escucharlas.

Magdalena Jitrik
Buenos Aires, julio 2015

Ana Casanova traza franjas de colores. Parece dibujar música. No los sonidos, sino los silencios. Hay un ritmo pausado, pautado, en todas sus obras: tanto en las grandes telas como en los pequeños papeles. Es capaz de transformar la escala. No es su dibujo el que se adapta a la dimensión o al soporte, sino que lo real se acomoda a su deseo. Es una domadora de formas, que sin látigo logra domesticar los trazos para que el ritmo fluya hacia un silencio dichoso. Me encantaría tener el oído del perro o el del murciélago para poder descifrar la música de sus colores.

Del Texto Formas en Estado puro de Daniel Molina
Buenos Aires, junio 2012

Recortes

Tal vez el gran enigma de la seducción, sea la naturalidad con que la belleza se muestra.
Quién puede definir la belleza?….No estamos en condiciones de hacerlo, pero sí de reconocer cuando ésta se presenta.
Ello se hace visible en las piezas de Ana Casanova, que de entrada acarician los ojos.
Con su afortunada combinación de colores, formas, materiales y procedimientos. Esto en el terreno de lo evidente, luego se hace necesario avanzar, acercarse, preguntarse el porqué del encanto.
Digamos primero que lo que atrae es una fisonomía pictórica, que luego se descubre “falsa”.En éstos collages, la tijera sustituye al pincel; pero lo que hace la artista sigue siendo pintar, porque reproduce procedimientos de la pintura, como la transparencia, la mancha, la superposición y otros verbos del discurso abstracto.
Prosigamos señalando el candor de los papeles coloreados que hemos usado en la escuela, cuando tomamos por primera vez una tijera y nos dijeron “ahora vamos a hacer un collage”.
Así recupera Ana Casanova su educación escolar y la mezcla con sus saberes de artista, pasa su tijera exasperada por su colección de papeles, que luego pega, decidida, en la tela, buscando una estructura para luego, negarla, planteando una simetría, que después deshace, agregando otras operaciones, que se disparan hacia complejidades formales, que, por su carácter contradictorio, terminan por inquietar.
Todo ello valiéndose de recursos tan “al alcance de todos”, que con ello satisface una segunda lectura, un aspecto innegable de la condición humana, de que el arte es también un ordenamiento distinto, de lo que nos rodea, y que ese ordenamiento propuesto dota a la vida de un sentido espiritual que es necesario y esperanzador. Con lo mínimo, con lo que está más cerca, podemos lograr lo más complejo con lo más sencillo.
Hay que ver la fé con la que Ana pasa su tijera, la frescura con la que pega los recortes, la velocidad con la que arma sus suaves composiciones para dar lugar a obras que son también un relato de su propia factura, donde se ven claramente los caminos de su imaginación, las razones de su evocación.

Magdalena Jitrik
Nueva York, abril l999

El Azul del Cielo

Habitar el desliz del gesto es vocacional en el obrar de Ana. No le teme a la incertidumbre del significado sin descifrar.
Apuesta a la decisión del trazo, protegida por el Azul del Cielo.
El color ético.

Renato Rita 
Buenos Aires, 2004